«Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros» (2 Corintios 4:7 NVI).
Raviolis caseros. Salsa ragú. Alcachofas rellenas. Estos y otros platos forman parte de mis recuerdos favoritos y más vívidos de mi infancia: los encuentros los domingos en casa de mi familia italoamericana.
Mi tío mayor, Geronimo (Jerry) y mi tía Sue eran los anfitriones designados para nuestros encuentros familiares, ya fuera para celebrar un cumpleaños, un baby shower, las vacaciones o simplemente quedar un domingo cualquiera. Tíos, tías, primos, primas, familia política, parejas y vecinos comenzaban a llenar la pequeña casa de ladrillo en Queens, Nueva York, a partir de la una de la tarde. Las cenas de los domingos eran acontecimientos que duraban por lo menos seis horas, con varias rondas de comida, bebidas y, por supuesto, conversaciones a un volumen descomunal.
Ahora bien, si no estás familiarizado con nuestra cultura, el tono y la intensidad de estas charlas podrían hacerte pensar que en cualquier momento estallaría una pelea.
Las conversaciones seguían un patrón predecible. Mientras la pasta se asentaba en nuestros estómagos, mi padre y mis tíos se sentaban junto a la ventana de la parte delantera de la casa y comenzaban a hablar de deporte. Generalmente de béisbol. Generalmente de los Yankees. El boxeo verbal era un deporte en mi familia y nuestra sala de estar, el cuadrilátero.
Durante el postre, la conversación se centraba en la política y, de vez en cuando, en la religión. Ahora bien, si no estás familiarizado con nuestra cultura, el tono y la intensidad de estas charlas podrían hacerte pensar que en cualquier momento estallaría una pelea.
Mis primos más jóvenes y yo sabíamos que no debíamos meternos en la refriega, aunque a veces los primos mayores se animaban a dar su opinión. Nosotros los alentábamos en silencio cuando se atrevían a argumentar sobre la rotación de los lanzadores (píchers) de los Yankees o la inminente huelga sindical.
De vez en cuando, cuando el debate llegaba al punto de ebullición, mi tía Sue (una sureña de pura cepa, que conoció a mi tío Jerry y se casó con él cuando estaba destinado en Florida) intervenía para restablecer el orden, mandando a todos a callar. Aunque las palabras que usaba eran bastante coloridas, su acento sureño limaba cualquier aspereza.
En las últimas horas de nuestros encuentros surgían mis abuelos en la conversación, y entonces ocurría la verdadera magia. Daba la impresión de que todos sabían que no debían pronunciar los nombres de «papa» y «mama» hasta que no se hubiese hablado de todo lo demás. Mi abuela falleció de cáncer a muy temprana edad, cuando mi padre tenía tan solo ocho años. Quince años después, el cáncer también se llevó a mi abuelo. Siendo el primo más joven, nunca tuve el privilegio de conocerlos, aunque sí tengo el honor de llevar el nombre de mi abuelo Angelo. Ambos emigraron a los Estados Unidos desde Italia (ella en su adolescencia y él a los veintitantos) y se conocieron siendo vecinos en Brooklyn, Nueva York. Juntos se forjaron una vida para ellos mismos y para sus hijos, basada en la devoción a la familia y el trabajo duro.
Tengo recuerdos de personas a las que nunca he visto en mi vida porque me crié con ellos a través de las historias colectivas de mis mayores.
De niño, me daba cuenta de que la muerte de mis abuelos había dejado un gran vacío en nuestra familia, y la única forma que conocíamos de rellenar esos huecos, para tenerlos en mente, era contando historias. Y mi familia era insuperable contando historias. De hecho, contaban las historias de mis abuelos una y otra vez de forma tan vívida y tan detallada, que para mí ya no son historias; son recuerdos. Tengo recuerdos de personas a las que nunca he visto en mi vida porque me crié con ellos a través de las historias colectivas de mis mayores.
Verás, mis mayores eran más que solo familia; eran guardianes de un tesoro. Y el tesoro que llevaban consigo era el amor y la devoción de sus mayores, encarnados en las historias que contaban sobre ellos. (Y también en las recetas. Antes de fallecer, mi abuelo le enseñó a todas sus nueras cómo preparar la salsa.)
En 2 Corintios 4:7 NVI, Pablo le dice a la iglesia de Corinto que ellos también son guardianes de un tesoro. Y que el tesoro que encarnan es el evangelio, que es poder de Dios para salvación. Nota lo intencional que es Pablo al contrastar la excelencia del tesoro con la fragilidad del envase. Pablo sabía que la iglesia tenía sus fallos porque está compuesta de personas con defectos y debilidades. Pero nuestras debilidades no nos descalifican del propósito de Dios. De hecho, cuanto más frágil es la vasija, mayor es la gloria. El éxito del evangelio no depende de la fuerza de sus portadores, sino más bien de su deseo de recibir y contar la historia de un Salvador que es lo suficientemente fuerte como para salvar a quienes Dios llama a través de ellos.
Hemos recibido el tesoro de la Palabra de Dios, y tenemos el enorme privilegio de contar su historia una y otra vez, de tantas maneras como podamos, y por todos los medios posibles. A medida que experimentas la historia, puedes volver a contarla con tus propias palabras y a través de tu propia vida, de formas que alcanzarán a personas a las que sólo tú puedes llegar. Al hacerlo, el tesoro del evangelio transformará la vida de individuos, familias e incluso generaciones futuras.
¿Te animas ya a ser un guardián del tesoro?
Angelo Grasso
Angelo Grasso se desempeña como Director de Atención Espiritual de Light Bearers e instructor de ARISE. Angelo, ministro ordenado y capellán capacitado, siente una profunda pasión por explorar la intersección de la ciencia del cerebro y el crecimiento espiritual en todas las etapas de la vida. Está bendecido por la compañía de su esposa, Kathy, y sus dos hijos, Eli y Emma.