El aire de la mañana se siente fresco, repleto del silencio del amanecer. El desierto se extiende en todas direcciones, áspero y seco, sus arenas durmientes anhelando recibir el calor del día. Dentro de la tienda, el silencio se percibe de otra manera: resulta más grueso y pesado.

Respiras hondo.

El cordero se mueve a tu lado, al intuir lo que va a pasar. Te agachas y levantas su pequeño cuerpo tembloroso. No necesitas mirar para saber que tu hijo está observando la escena. Ha estado despierto durante un rato, esperando, sabiendo que hoy será el día en el que caminará contigo.

Cuando sales fuera, lo primero que llama tu atención es el santuario.

Se encuentra en el centro del campamento, una tienda entre tiendas, pero distinta a todas ellas. Sus colores tejidos capturan la luz de la mañana y el viento sopla lo suficiente como para levantar la solapa del exterior y revelar el altar de oro, que se encuentra justo al pasar la entrada. El humo de los sacrificios se eleva, enroscándose en el cielo, como si las oraciones de todo un pueblo fueran llevadas por el viento.

Llegó la hora.

Pequeños pasos en la dirección correcta. El camino que va desde tu tienda hasta el santuario no es largo, aunque así lo parezca. Cada paso representa una confesión en silencio.

La gente sentada junto al fuego alza la mirada al oírte pasar. Algunos asienten en silencio, en señal de comprensión. Otros miran a otro lado, quizás recordando sus propios pasos lentos hacia el altar. Algunos se quedan mirando demasiado tiempo; sus miradas se convierten en susurros en el aire. Te recuerdas que no estás allí por ellos.

Tu hijo camina a tu lado, sus pequeñas huellas aparecen en la arena, junto a las tuyas. Te preguntas qué entiende, que ve cuando te mira a ti, al cordero y a la tienda santa que se alza delante. No sabe cuánto te cuesta dar estos pasos: admitir que te has equivocado y que por ello traes algo preciado como ofrenda.

Y, sin embargo, está aquí. Caminando a tu lado. Aprendiendo que esto también forma parte de la vida.

Vivir en la presencia de Dios es ser visto. No existen paredes en el desierto con Dios. Los pequeños pasos que se daban de camino al santuario eran una declaración, delante de todo el campamento, de que necesitabas misericordia. Y de que estabas en casa. No por tu propia justicia, sino por la gracia que te había allanado el camino.

El sacerdote espera tu llegada, llevando en sus vestiduras el peso de los nombres de aquellos por quienes intercede. No solo el tuyo, sino también los nombres de tu pueblo; cada tribu está bordada en su vestimenta. Lo cierto es que nadie camina solo hacia el santuario.

El sacerdote asiente con la cabeza. Sabe por qué estás aquí.

El cordero se mueve de nuevo.

Te arrodillas y presionas su cuerpo suave con tus manos, sintiendo el sube y baja de su respiración. En este momento sobran las palabras. Surge algo infinitamente más profundo: un intercambio, una entrega, una transferencia de todo lo que se ha roto en ti; todo se traspasa a este ser puro. Tu hijo observa cómo depositas tus manos sobre la cabeza del cordero, mientras el sacerdote susurra oraciones, la espada se blande y la vida que has traído se entrega.

El sacerdote te mira con ojos amables. Consumado es.

Te pones de pie.

No porque lo merezcas. No porque te lo hayas ganado. Simplemente porque has recibido misericordia.

El camino de vuelta es distinto. El polvo sigue siendo el mismo. El sol ahora está mál alto en el horizonte y calienta el campamento, iluminando los rostros de aquellos que te vieron pasar. Pero algo ha cambiado en tu interior.

Tu hijo camina a tu lado, su pequeña mano escondida en la tuya. No dice nada, pero no hace falta. Lo ha visto. Lo ha aprendido. Ha caminado junto a su padre hacia el sitio donde se encuentra la misericordia.

Y ahora, caminan juntos de vuelta a casa. Pequeños pasos en la dirección correcta. Estos pequeños y lentos pasos tienen algo que resulta hermoso.

No se apresuran. No se esconden. Simplemente vuelven a casa, a la vida, a la familia, a la comunidad… completamente restaurados.

Pasas junto a las mismas tiendas, los mismos rostros, pero sus miradas ya no resultan pesadas. La carga ha desaparecido. Te adentras en tu tienda, en el calor de tu hogar. Tu esposa te mira y te ve de verdad. Ella lo sabe.

Esto es lo que significa habitar con un Dios que habita en nosotros: es no quedarse lejos, en la distancia, ni esconderse detrás de un muro, sino dar pasos pequeños y vulnerables hacia Su misericordia. Ser honestos sobre nuestros fallos. Rendirnos. Recibir Su gracia en los momentos de necesidad.

Y luego, regresar: transformados, perdonados y restaurados.

A person with short hair and a beard smiles at the camera with arms crossed, wearing a black long-sleeve shirt. The background is blurred, featuring vertical white structures and an outdoor setting.
Angelo Grasso
SPIRITUAL CARE DIRECTOR at LIGHT BEARERS

Angelo Grasso se desempeña como Director de Atención Espiritual de Light Bearers e instructor de ARISE. Angelo, ministro ordenado y capellán capacitado, siente una profunda pasión por explorar la intersección de la ciencia del cerebro y el crecimiento espiritual en todas las etapas de la vida. Está bendecido por la compañía de su esposa, Kathy, y sus dos hijos, Eli y Emma.